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Se llama Pablo, como la lluvia, Pablo, cien veces Pablo; mar de las nubes sollozantes, mar de azulejos benditos; él, fustiga el otoño, él, se pasea entre el mundo como un cuchillo liquidante. Pablo, cien veces Pablo; Pablo como los delirios, Pablo, como la muerte orgánica; Pablo como el devenir-muerte; se llama Pablo y las llamas de sus pies no se ahogan en las pozas de sangre, Pablo, como los degollados de la vida, Pablo como el hacha inquisodora en la carga despectiva de los ojos negros. Acompañante de la nada, Pablo, Pablo como los montes, Pablo, como las arañas de los cerros devorando ratones. Pablo, cien veces Pablo, Pablo como los cantares más oscuros de la luna, Pablo, como la luna nueva, hiriente en el cielo negro. Pablo de la soga, Pablo de lirios y canales espasmódicos. Pablo, como el canto del gallo, Pablo, como los temidos sueños afóricos; disforia y heteronomía, cansancio, de tanto plegar el viento sobre los pómulos. Pablo, una sensación más, una angustia irrepetible más. Un grito desde el infierno interno, un gemido esporádico que corta el equilibrio en tres partes dimensionales. Pablo, como osario displicente; Pablo, como ésa nube yerma en el espacio aéreo de mi paladar. Se llama Pablo, cien veces Pablo, como si esa palabra dedujera un orgasmo circunstancial, se llama Pablo y delirio epifánico de el cantar más abúlico... «¡Que no me lo malogren las muchachas!», que no me lo malogre Kafka, que no me lo malogre la distopía; que no me muerda su llanto menesteroso; que no me caiga en el torvo impacto de las nadas acuciantes. Que no me caiga desde el viento entre las cejas, que no me dilapide la sangre; que no me gangrene la fuerza. 
Que no me lo malogre el invierno.

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