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La voluntad enorme, silente, espaciosa en un ademán extraño. Este lugar es gigantesco, frena, frena el sollozo. y los días vienen, caen en mis manos, con sus garras de enfermo, girándose, deletéreo compás, amable y mordible, que come, y siente, come, y siente en sus adentros todos los afueras. Las llagas de la carne de la extrema piedad, con sus goznes simpáticos y condenados, calamidades humanas que no sienten nada, casas de posesión, poseer los que se entregan a la desidia. Con esfuerzo, con un esfuerzo y con pena, con páginas compaginas certeramente cierto como un col, u orégano arpegiado, lastrado y chorreante de agua con sal, agua con nubes y motas de piel de saturno, celibato y desenfreno, calor, calma educación con canas, descendiendo sobre los pastos, los pastos del día, los pastos de noche. Los pastos del universo flagrante y mordido por una morduda [sic]. Mofa de los cantos afables, del desgarre vaginal, desastre.


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Trajes —de gordas— elásticos de otras épocas nubladas. Gen sodomítico caído desde la rabia hasta la carne, desde la flema hasta las sombras, el gen de la muerte; el insoluble. Embiste y enviste el candor de los días feraces, de la oportunidad nueva de envilecer ante un fondo sin pozo.


                                                
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Enfermedad y ser, enfermedad; una reliquia demasiado prístina y concreta, analizada bajo el puente, el pasto en sus hombros, que dando la luz, dan el paso hacia atrás. Dándolo, dándose e imaginándose lo escrito ya hecho, elucubración erótica de un cerdo consciente que conscierne en el atrapar, de una forma cremada, con crema, y sal, y espasmos de horca de hilos de oro.


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En los pubis de la vida, en el criterio deforme; todo cuando pasa, nada cuando sea, nada que se desaparezca me merece. Nada que se adentre en mis ramas mezcla poleas con hojales y juncos; oro y greda, en un asno, de la mano. En ellos marcha el deseo, el deseo por una concubina mañana de orégano, el ajo de mierda.
Donde los ojos ven la mierda también la huelen, la osan y la apartan del helecho refractario, la niebla de la mierda que canta en las tardes como los grillos del diablo. 


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Y uno no era eso, era lo que era, ésto era. Ese uno, no, ése uno se limpia el culo con mi psique reactiva, sí, se lo limpia con una servilleta cristiana, él, quien mea agua bendita, agua de las puertas al sombrero de copa que adorna el único colmillo del viento. Y el outsider se adentra en sus afueras, y ése uno, que era ese uno, se tumba, ante las tumbas; para imaginar el futuro. Para soñar, con volantines asados en la parte de octogenaria del mundo. Tranquilo y recargado de sed, niega un alambre de púas que sale por detrás.
Ante tanta plenitud, y obnubilado por el séquito sacro, nunca avanza, porque pierde la nimiedad. Y la nimiedad balbucea la fruta seca impía y nochezca. Indios, todos indios y todos uno. El uno, él. Yo más recargado de indio, yunque y parto, parteros del adosal colmado de grises.


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Yo admiro al silencio, porque pulula en la ausencia. En la ausencia de otro prisma, candado. Que se enteren los hombres que el desteñido dios ha dejado de culear. Ya se rindió, y su pene se agúa en el vacío, como el azúcar en las lágrimas, dilatándose contra el mundo. El mundo es el pene de dios, el señor; su hijo, maricón y sadomasoquista se quitaba la ropa para titilar en los testículos de los leprosos. A las putas les daba la espalda, y ellas —ante todo, dignas— se ofuscaban, pero se conformaban con sentarse sobre los pasos del santo prostituto. Por las noches, el señor, se transformaba en turbante y en condón, en un enorme condón vampírico adicto al semen, por dentro; y a la sangre, por fuera. Las viejas hoy le rezan al señor, y chupan los ramos benditos del domingo de ramos; el «domungo», que le llaman. Los viejos se erectan ante el agua bendita —meado de dios lágrima del diablo— y se frotan en el candado de las puertas eléctricas de la iglesia; buscan fornicar con la muerte. Buscan fornicar a la muerte virgen. A los heridos por el sol y obnubilados por la noche. En los cierres del pantalón portan ladillas, aisladas del África central, que les encienden la próstata con fósforos y leña pagana. Masturbadores, todos masturbados, ante la iglesia. Cuando dios mea a un bebé ellos celebran, celebran el nacimiento de otra tempestad atrapada en una jaula, de otro ser extinto por vivir, de otro ser que fornica a Jesús «el sado-masturbista» de Las Vaginas de Los Últimos Días con la mirada envuelta en verga.


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Y se desequilibra el oro, el oro muere abstemio de orgías metálicas. Las novenas novias se ungen ante las trampas de el sedimento criogénico. Póstumo oncólogo, ocarina de la sangre que silba ante los artículos. Pronombres impersonales, orlados con las feas culeadas; sí, esas feas culeadas que quieren cantar como loicas. De pecho rojo en fondo de norma elocuente, arena en el área juglar, el deterioro del sabor de la piel, y las feas culeadas incitan al placer húngaro, o de por ahí (por éi). Las larvas de las excusas me comen la conciencia, conscientes, del hambre ajada y aportillada. Delante de las hileras y los cortes de los ríos, los lagos secos; los desiertos son los lagos del infierno. El infierno es más grande que el reino de los cielos, por eso dios peca enfermizamente para poder emigrar allá. dios quiere culear con las feas culeadas. Las feas culeadas son las monjas que dios quiere culear.


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Profano, morbo y simios de traje, elegantes culos fornidos y ocultos por la seda. Hipócritas bonitos, hipócritas drogados con aire de los pulmones de otro. Negrura del ancho mar, travestis y trejos, trenes y trigo, todo junto al —fingido— averno ineluctable. Dicha de normas y formas censadas, en la multiplicación de la carne y el agujero rectal de los recién nacidos. Nazcamos por el culo, así ahorramos tiempo.


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Jueguito de problemas, como los mandriles, como las hemorroides de las santas; y las santas son santas. Las putas son las santas del silencio, las criaturas más dóciles de dios. Ellas están llenas de dios.
dios —con minúscula, siempre— es el dinero de los humildes, donde los hijos son una proyección. En los ricos, los hijos son un divisor de herencias, eso es amor.
El amor muerde en las puertas desidéricas, erra, porque lo desea; el deseo es error consciente por la inconsciencia. La consciencia es todo lo que no somos, siéndolo. Y yo me hundo en mi médula, como un atrevido puñal colérico. Las moscas invisibles de la conciencia, el fenómeno intelectual de un corticorteroide.

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