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No hay otra oportunidad para mí. O sólo es un esbozo de lo que pensaré en un rato más, talvez, la figura recatada en mi difónica silueta, hambrienta aún, dispersa u oblicua, enajenada. A la luz de las velas sueño con el día esencial en que el deseo hierva, y que en ese vapor argumente todo lo que puedo oír, y mejor aún, cuando pueda refutar sin rodeos todo lo que pase. En éstos días, la seguridad es una fantasía perdida, un pobre silencio ahuyentado por miles de crujidos de pájaros inertes, emblandeciendo y desintegrándose lentamente. Sudo como gota, un acceso hacia un referente mayor, algo que me encuentre, y yo no tenga que hacer nada más, que todo sea automático; y feliz, si se quiere. La incandescencia que me obnubiló hace poco, me ha corrompido como el fuego, como las llagas de un país singular, como los ovoides en un intestino fértil. No sé dónde giro, dónde despierto, dónde aumento. Mi oscuridad es el bello lunar que cubre una piel tersa y perfecta.
He perdido las convicciones, y ésto no me ha hecho libre. He llegado a un trazo con lápices de cera, y es todo así: frágil y obtuso, patéticamente voraz. Me empecino en fantasear, en requerir castillos de greda, y algo, algo. Lo más humano que tengo, la obsesión por el cuerpo ajeno. Observo a todas las personas como una nube plantada en la sangre, los observo, los leo, y trato de escribirlos. Las personas me parecen interesantes gracias a sus cuerpos y a sus procesos corporales, incluso más que lo que digan, creen o destruyan. Mujeres, madres, niñas, niños, hombres jóvenes y viejos, abuelas sin nietos, vagos, tristes, escolares, ancianos discapacitados; en todos encuentro algo, algo. La revelación de una perversión inocua que va más allá de las perversiones, una criatura inerte, que gruñe al silencio.
Llego, ahí está la otra historia, y no siento el gélido abrigo de una pierna parestésica. Mi creación propia y fundada, inmersa en la caótica espera. Espero no sé qué. Y a veces el tiempo se torna pesado, y las horas son demasiadas. Me siento burlado.
Pienso en ese cuerpo que vi hace una semana, no en la persona. Ese cuerpo somnoliento, a punto de despertar. A punto de avanzar hacia el efecto de sí mismo. Ese cuerpo se movía, sin darse cuenta. Era como un oveja jugando tranquila en frente del lobo estéril que ya se despojó de su puto traje. Sin saber nada. Sin imaginar nada. Y yo, al revés, imaginando hasta como cagaba ése cuerpo exacto. Ni siquiera deseándolo, sólo celebrándolo y angulandolo bajo mi prisma. Me parecía un regalo para hacer a otro cuerpo que lo ansíe. Quería trocar mi miseria ambigua con sus piernas, pincharme las venas con sus cabellos, y llorar la esfinge de su postura amarga. No hacía nada, porque no había nada que hacer.

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